Mientras subo las escaleras voy buscando las llaves, aunque se que no me hacen falta. La puerta ya está abierta. Entro y escucho los crujidos del suelo de madera. Curioso, al principio querías decorar la casa con cojines en el suelo, al más puro estilo minimalista, y ahora te va lo clásico incluido este ruidoso suelo de roble americano. Supongo que me esperas arriba como cada día. Me sorprende, porque con todo el trabajo que yo tengo, tú siempre tienes mucho más y aún así tienes tiempo para mí. Sabes que adoro lo que haces y que lo valoro mucho. Cada día me sorprendes más y más. Ya son veintiocho primaveras que estamos juntos y tu pulso sigue tranquilizándome y dándome paz. No se que haría sin él, ni qué haría sin el calor que me has dado estos veintiocho inviernos. Sigo avanzando por el pasillo y no me equivocaba. Estás ahí. El aroma me confirma que has cocinado algo rico y ahora descansas leyendo. Estás tan sumida en la fantasía de tu libro que ni siquiera has escuchado el dichoso y ruidoso suelo. Pero me alegro de tenerlo, porque si no estuviera sería porque no estarías conmigo. Mientras me acerco empiezas a ser consciente de mi presencia, pero no te mueves, te gusta que te bese en el pelo. Ese pelo que huele a los veintiocho veranos que hemos compartido y que me eriza el vello aún después de tantos años. Hay personas, como tú y yo, que nacen con esa conexión intrínseca que tenemos y que por suerte hemos logrado culminar. Después de todo lo vivido, los años han deteriorado nuestros cuerpos, pero hoy estás más hermosa que nunca y día tras día te superas. Siempre me entregas lo mejor de ti, y bien sabes que te devuelvo la misma moneda. Te amo porque desde el primer día vi tu alma por encima de todo. Te amo porque en los veintiocho otoños hemos celebrado nuestro particular San Valentín. Se que has cerrado los ojos ahora que es en el cuello donde te beso. Nunca has dejado de respirar profundamente cada vez que me has sentido. El libro ya no tiene importancia, ya estamos juntos, tranquila, ya estoy en casa.